El teórico Antonio Palomino (1655-1726), al elogiar la escultura del Cristo del Perdón, tallada por Manuel Pereira y policromada por Francisco Camilo, concluía con la siguiente frase: "Que así la pintura como la escultura, dándose las manos, componen un prodigioso espectáculo". La singularidad que alcanzó en el ámbito hispánico de la Edad Moderna la síntesis de volumen y color, en una continuidad ininterrumpida con la tradición clásica, es un fenómeno fascinante y fundamental para entender el papel desempeñado por la creación artística como instrumento de persuasión.
Desde el mundo grecolatino, la representación escultórica se entendió como una necesidad irrenunciable. La divinidad se hacia presente a través de su imagen corpórea, protectora y sanadora, que aumentaba su veracidad cuando se cubría de color, atributo esencial de la vida frente a la palidez inanimada de la muerte. Así lo expresaba en 1677 el benedictino Gregorio de Argaiz: "Cada figura, por perfecta que sea en la escultura, es un cadáver; quien le da vida, y alma, y espíritu, es el pincel, que representa los efectos del alma. La escultura forma al hombre tangible y palpable [...], más la pintura le da la vida".
Al mismo tiempo, la escultura sagrada se rodeó de connotaciones sobrenaturales desde el momento mismo de su ejecución. Así, se asoció con prodigios e intervenciones divinas, con talleres angélicos o con artífices que debían ponerse en una buena disposición moral para llevar a cabo una tarea que excedía del mero ejercicio artístico, pues lo que se alumbraba era en última instancia un remedo de lo divino.
Esta muestra busca reflexionar sobre el fenómeno y el éxito de la escultura coloreada que inundó los templos del Siglo de Oro y a la que se sacó un enorme partido como apoyo en la predicación. La estrecha y perfecta colaboración entre escultores y pintores nos habla del elevado valor de la policromía, que lejos de ser un mero adorno de la pieza era una parte esencial de ella, sin la cual no se daba por concluida.
El color también contribuyó de manera decisiva a acentuar los valores dramáticos de estas creaciones, tanto las destinadas a los retablos como a los pasos procesionales. La gestualidad teatral, unida a la vistosidad de los ropajes, ya fueran esculpidos, de telas encoladas o de textiles reales, convirtieron estos conjuntos en unidades escénicas ricas en significados.
Finalmente, la exposición también aborda otros ejemplos de interrelación de las artes ligados a la escultura pintada, desde las estampas que ayudaron a difundir las devociones más populares, hasta los velos de Pasión que fingían retablos o las pinturas que, en un sugestivo ejercicio ilusionista, reproducían con fidelidad las imágenes escultóricas en sus altares.
El culto a san José y a su oficio de carpintero cobró especial importancia. El taller donde transcurrió la infancia de Cristo sirvió como metáfora de su posterior martirio en la cruz, y la trabajosa labra de madera por parte del escultor como imagen de la vida cristiana entendida como un ejercicio de privación y renuncia encaminado a alcanzar la eternidad.
La Virgen de la Soledad venerada en el convento de la Victoria de Madrid desde 1568 y perdida en un incendio en 1536, constituye un paradigma de la interrelación entre pintura y escultura. Nacida en el contexto cortesano tridentino, como enseña de una cofradía penitencial bajo la protección de la reina Isabel de Valois, se concibió con una intención que le proporcionaba un valor añadido: ser llevada en procesión.
Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro
Museo Nacional del Prado
19 noviembre 2024 - 2 marzo 2025
¡Felices Fiestas!
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